No
deja de moverse en la silla, tarda una eternidad en hacer los deberes, se
distrae por tonterías, he de estar constantemente a su lado, he de repetir la
misma orden cinco veces para que obedezca (si es que obedece)… ¿te suenan estas
quejas? La mayoría de padres y madres las han sufrido más de una vez y sin
embargo, no todos nosotros consideran a sus hijos hiperactivos. ¿Qué tiene mi
hijo realmente de hiperactivo? ¿Puede ser que sencillamente sea un niño
inquieto y curioso? ¿Es posible que yo no sepa adaptarme a su ritmo de
aprendizaje y por eso su conducta sea tan nerviosa? La hiperactividad es una
palabra muy seria que no debe pronunciarse con frivolidad: ¡los niños muy
movidos pueden no ser hiperactivos!
Es
frecuente que a la salida del colegio escuchemos comentarios como éstos entre
los grupos de padres:
-
“Mi hijo no para, no puedo con él, creo que es hiperactivo.”
-
“Dice la maestra que tengo un hijo que se mueve mucho en clase, que es muy
inquieto. Quizás sea hiperactivo...”
-
“Mi marido y yo hemos dejado de salir con amigos los fines de semana o al
restaurante para evitar sentir vergüenza del comportamiento de nuestro hijo”
O
bien de una maestra a unos padres: “Su hijo es muy inquieto, no para, no
atiende… creo que es hiperactivo.”
La propagación
excesiva de niños ”llamados” hiperactivos ha puesto de actualidad una
preocupación importante de padres y educadores sobre este tema, de tal manera
que un trastorno como es la hiperactividad se ha socializado y se ha convertido
en un comentario de grupo, en un tema de fácil valoración y una forma de poner
un cartelito de definición personal a aquellos niños que no entendemos.
En
mi opinión, todo ello es consecuencia de un fenómeno social ampliamente
extendido entre la población del que no escapamos ni los padres ni los
educadores. Cada vez soportamos menos la conducta irregular. Nos gustan los
niños despiertos, curiosos, experimentadores del universo que les rodea, pero
eso sí… hasta un cierto límite, fuera del cual nos incomodan y nos hacen sentir
insatisfechos.
Cuando
el niño no se ajusta a nuestras expectativas, al no entender lo que está
ocurriendo, definimos al hijo o al alumno con palabras (más bien conceptos) que
nos ayudan a encuadrar la situación y nos dan una falsa sensación de
tranquilidad.
Más
que definir una entidad clínica, cuando a veces hablamos de que un niño es
hiperactivo hablamos de nuestro estado anímico personal, de lo que nos cuesta
soportar al hijo inquieto que llama constantemente la atención o al alumno que
nos obliga a dedicarle más tiempo. Podemos olvidar que los motivos por los que
un niño no atiende o no se concentra son muchos: cansancio, aburrimiento,
tareas demasiado largas para su edad, inmadurez… Y que su desobediencia puede
ser debida también a que no entiende las instrucciones.
Los
padres en general no estamos preparados para contener un hijo inquieto. Los
horarios laborales, las prisas, la escasa tolerancia a la conducta desobediente
fomenta en muchos casos una ruptura emotiva de las relaciones padres-hijos,
creando un círculo vicioso de nervios e irritación que refuerza precisamente
las conductas que queremos evitar.
Muchos
niños medicados y tratados como hiperactivos en realidad lo son porque entran
en este perfil de niño inquieto, distraído, que nos obliga, que nos hace sentir
la necesidad de implicarnos y de gastar energía, que nos complica la vida
cuanto queremos que ésta, tanto en el ámbito familiar como escolar, sea
tranquila. Quizás deberíamos reflexionar más sobre las dificultades para educar
en el día a día, la falta de pautas claras en la educación familiar, la pérdida
de valores en la formación académica antes que proyectar sobre los niños
nuestro propio cansancio o ignorancia.
Muchas
veces tenemos en casa un niño sobreactivo (no hiperactivo), es decir, con
exceso de movimiento pero que con una adecuada contención es capaz de
controlarse, atender y seguir las pautas y hábitos de los padres y de la
escuela. La enseñanza del autocontrol en nuestros hijos es un objetivo de los
primeros años de vida en la familia; de ahí que estén apareciendo en estos
últimos años niños con falta de hábitos y de ritmos estables de vida, que pasan
por hiperactivos cuando en realidad son fruto de una escasa atención a sus necesidades
educativas, afectivas y emocionales.
Podemos
considerar entonces la aparición de niños con hiperactividad ambiental, que no
es lo mismo que la hiperactividad clínicamente hablando.
¿Y
en la escuela?
Hoy
en día la escuela no responde generalmente a las necesidades educativas y de
crecimiento de los alumnos. Para dar clase necesitamos niños sentados,
escuchando largas explicaciones, con objetivos académicos densos, dando escasa
importancia a la vivencia, experimentación y tiempo de descubrimiento donde el
alumno sea el objetivo no los contenidos.
Muchos
alumnos no encajan en este perfil, se cansan, se aburren y una forma de
manifestarlo sobre todo en edades tempranas (hasta los 8 años) es moverse,
distraerse y llamar la atención.
No
todos estos niños son hiperactivos y con déficit de atención. Simplemente
reflejan una forma de “dar las clases”, una pedagogía que no estimula ni activa
la atención selectiva de los alumnos y en consecuencia se mueven demasiado,
hablan, creando conflictos entre ellos. El docente con gran número de niños en
la clase y con la presión de cumplir la programación pierde su capacidad
perceptiva y de selección de aquellos alumnos con necesidades educativas
especiales, metiendo en el mismo saco al niño hiperactivo y a aquel que no lo
es. O algunas veces lo ve pero por invitación del directivo, apoderado legal o
quien dirija la batuta le aplican un bozal al docente para dibujar la situación
para evitar conflictos con los padres, mantener la matrícula y la cuotita.
Ser
sobreactivo es una situación muy corriente que solo nos dice que existe un
exceso de movimiento, diferente del fenómeno hiperactivo, que es una entidad
clínica, un trastorno grave, con múltiples repercusiones en todos los ámbitos
donde se mueve el niño.
En
esta situación, a muchas familias se les abre la esperanza a través de una
pócima maravillosa que lo cura todo. Es la famosa pastillita que, dada a un
determinado número de niños y en situaciones concretas, permiten solucionar la
conducta de un niño inquieto.
Es
cierto que esta medicación ha ayudado a muchos niños, clínicamente
diagnosticados como hiperactivos (TDAH), a superar las barreras que le
separaban de una relación normal con sus padres, con sus compañeros de clase,
con sus docentes y consigo mismos, teniendo al mismo tiempo una atención
personalizada y un seguimiento multiprofesional adecuado.
Pero
hay que ir con cuidado. El abuso indiscriminado de esta medicación, sin pruebas
clínicas adecuadas (electroencefalograma, mapa de actividad cerebral,
cartografía…) junto con un escaso seguimiento individual, familiar y escolar,
la han convertido para muchos padres y docentes en una pócima mágica que libera
de las tensiones y de la responsabilidad de implicarnos y de buscar otras
soluciones que no sean las de dar solo una medicación.
Por
ello, lo primero y más importante es saber si existen unos determinantes, unos
signos que nos puedan acercar a una detección precoz, una orientación
especializada en estos temas antes de que denominemos a nuestro hijo con tanta
ligereza de hiperactivo.
La
hiperactividad ambiental se trata de forma educativa, la hiperactividad
clínica, la verdadera hiperactividad, exige un diagnóstico neurológico,
psicológico y escolar y por tanto una intervención en todos los ámbitos donde
el niño vive y se desarrolla diariamente.
José María Batlle Gelabert
Director de CODDIA
Los
integrantes de la familia deben reconocer sus propios ritmos vitales y los de
su propio hijo. Se evitarán así enfrentamientos simplemente por la diferente
manera de entender la actividad diaria y de reaccionar delante de ciertas
situaciones y rutinas familiares. Ejemplo: Un niño rápido, con tendencia al
descontrol con una madre ordenada, lenta y metódica dará lugar por diferencias
de ritmos a choques permanentes si no hay un análisis adecuado.
Controla
aquellos estímulos que lleguen a irritar a tu hijo: programas de TV violentos,
juegos muy activos, gritar en vez de hablar, dieta con exceso de dulces…
favoreciendo un clima de sosiego y autocontrol siempre que sea posible.
Evita
un clima de aceleración excesiva donde el niño inquieto, movido se excite
progresivamente. Utiliza reglas claras, cortas, valorando con refuerzos
personales los esfuerzos realizado por tu hijo por mínimos que estos sean.
Mantén
en lo posible un clima de seguridad afectiva y nunca comercialices con el
afecto porque tu hijo se porte mal.
Ten
una actitud de contención pero marca claramente las reglas. En todo momento
debe saber las consecuencias negativas de sus actos.
Evita
definir a tu hijo utilizando calificativos personales y de definición de sí
mismo, etiquetando al ser en vez de valorar su comportamiento con algo
temporal: estar. Ejemplo: “hoy has estado muy bien” en vez de “hoy has sido muy
bueno”.
Se
comprensivo/a (no permisivo) con las dificultades de autocontrol de tu hijo. La
enseñanza de una disciplina familiar requiere afecto, dedicación, tiempo,
tolerancia y mantenimiento de las pautas educativas al margen de la rapidez de
su éxito o fracaso. Educar un niño inquieto, irritable y energético requiere
tiempo y cualquier objetivo hay que planteárselo con paciencia, prudencia y perseverancia.
No
tengas apuro por obtener o ver los resultados. No te sientas derrotado/a porque
un día te hayan salido las cosas mal. Educar requiere tiempo y aceptar que
somos seres humanos, que nos equivocamos. No pases un examen diario sino valora
tu implicación personal.
Evita
dar demasiada atención a sus conductas negativas y responde de forma adecuada
cuando aparezcan conductas o reacciones positivas. Una conducta reforzada
positivamente tiende a reproducirse posteriormente, añadiendo a ello la
sensación emotiva de tu hijo, de gustar y de ser aceptado, difícil de conseguir
en niños a los que se está encima en exceso.
Evita
dar dobles mensajes. Decir y hacer cosas diferentes. No prometas cosas que no
se podrás realizar y no castigues con situaciones insostenibles que te harán
sentir culpable y que no sabrás mantener. Esta situación provocará que poco a
poco tu hijo no se crea aquello que le dices sino aquello que habitualmente
haces.
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